Un impulso que, esta vez, dejé escribir. Pensando en una película alemana, el amor entre una mujer hetero y un hombre homosexual.
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Cierra los ojos. Intenta, por un instante, transmutar su voz en la de un hombre. Entre sus pestañas se asoma su sonrisa, unas líneas finas y dóciles de mujer, y el encanto muere. La mira hablar. Le recuerda a su madre, esos gestos voluptuosos e imprevistos, sus manos que surcan el aire al ritmo del discurso. La ama. Sí. La ama. Pero no la desea. La ama por su simpleza, porque todo está expuesto. Como la merienda en la mesa: las galletitas, la mermelada, todo al alcance de la mano. Así es ella, sirve su amor en manteles a cuadros como si fuera una tetera. Y eso es hermoso y es todo, pero es un todo sin trasfondo, sin misterio —sin masculinidad. No hay dónde ahondar. No hay brusquedad ni sudor ni terrenos propios ni ajenos. Es como si ella lo completara, y esa acción, ese acompañar, se lleva ligero y amoldado al cuerpo. Pero el deseo, al menos su deseo, es por lo extraño y tan familiarmente conocido. Por encontrar su propio cuerpo en otro hombre y ahí saberse extraño y en placer.
Hace minutos ella dejó de hablar. Se dedica a tomar el café y mirar por la ventana. Piensa en Tomás y en su gata. No se la debería haber llevado. Ve a la gente pasar, sacos de carne que se balancean hacia cualquier dirección. Entre ellos, piensa, está algún hombre que la amará, y por un instante la idea le suena tibia y repugnante, como un saco de té recién descartado. Y así descarta la idea. No pensar más en el amor. Pensar en que hay una alternativa aún no pensada. Los pingüinos se acompañan por siempre y cuando muere uno el otro se confina a la soledad. Quizá sea así —otra idea, otro saco de té.
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versión no corregida
Monday, April 13, 2009
Prueba
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