Inteligentes,
nuestros antepasados politeístas
se cuidaban
de una posible impiedad por omisión:
colocaban una estatua
y allí rendían culto a los dioses posibles,
pero desconocidos.
Quizá alguien soñara
con cruzárselos entre los campos,
a los pies de esa estatua, llegando
a las puertas de la ciudad,
todavía fuera de las murallas.
Deberíamos rendirle culto,
como ellos, al futuro
posible y al presente
que no nos compete,
y recordar que este cuidado
de nuestros ancestros mediterraneos
tenía mucho de miedo
el gran maestro de la naturaleza,
por la ira de esos visitantes desconocidos,
que nunca sabemos cuando pueden llegar
hasta que llegan.
O como hizo Bohr, luego
de diseccionar a la materia última,
quitarle su privilegio y penetrarla
en su recinto amiótico;
después, digo,
de abrir el átomo y mostrarnos
sus entrañas electrónicas,
hablaba aterrado
de las variables ocultas que ponían en jaque
el ímpetu determinista de un grupo
de científicos nucleares que tejían
con hilos cuánticos
un futuro de años inseguros.
Es que no entendemos que
el caprichoso anhelo de los dioses
y de los electrones de hacer
lo que se les de la gana
sin considerarnos en lo absoluto,
es el miedo al oscurecimiento
más puro:
el de la razón.
Para el azar hemos de alzar,
en la entrada a nuestro mundo,
una estatua y así asegurarnos
de que no nos castigue
por una impiedad imprevista.
El azar es nuestro Dios desconocido.
Wednesday, August 17, 2011
el dios desconocido
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